La fiesta del árbol más antigua del mundo
La Fiesta del Árbol más antigua del mundo celebra su 214 edición tras ser declarada Bien de Interés Cultural
La "Fiesta del Árbol" de Villanueva de la Sierra, que este año celebra su edición número 214, se celebrará del 24 al 26 de febrero y por primera vez bajo el marchamo de calidad tras ser declarada Bien de Interés Cultural (BIC) con carácter de Bien Inmaterial.
La fiesta medioambiental más antigua del mundo consiguió el pasado verano la máxima categoría de protección que otorga la Ley 2/99 de Patrimonio Histórico y Cultural de Extremadura.
En 1805 una tormenta calcinó toda una arboleda en el pueblo cacereño de Villanueva de la Sierra y de aquellas cenizas surgió una idea que más de 200 años después se sigue celebrando, la fiesta del arbol.
Por aquel entonces Carlos IV reinaba sobre un país de 11 millones de
habitantes y un 90% de analfabetismo. Eran años de sequía, desnutrición y
fiebre amarilla. Y lo peor parecía por llegar: la guerra contra el
inglés. En alianza con Francia, el país organizaba grandes talas de
madera para abastecer a la flota española.
Los curas, hombres de algunas letras, eran los encargados de transmitir a la población rural los avances agrícolas, ganaderos y forestales, tal y como se recogían en el Semanario de Agricultura y Artes que, de 1797 hasta 1808, sirvió de altavoz a la Ilustración española acerca de aquellos usos artesanos y domésticos. No es de extrañar, pues, que fuera un cura, don Ramón Vacas, de inspiración afrancesada, quien aquel invierno de 1805 transmitió a los munícipes la necesidad de plantar árboles para reparar la pérdida de otros. “Vistamos de nuevos álamos nuestros valles, fuentes y paseos, para que nuestros nietos reposen a su sombra y nos bendigan, y miremos en adelante con ceño y con horror la pérfida mano que intentase aplicar la sierra a sus troncos”.
Y fue así que el párroco convocó al vecindario y sus escolares, y aquel martes de carnestolendas, un 26 de febrero de 1805, quedó constituida la fiesta con la plantación, entre otros muchos, del que llamaron árbol de la libertad. Desde entonces, año tras año, apenas interrumpida esta práctica por un par de guerras, los parajes de este pueblo ubicado en la Sierra de Gata, una comarca que en los últimos tiempos ha sufrido incendios devastadores, se han ido repoblando con castaños, plátanos, loros, sauces.
Los curas, hombres de algunas letras, eran los encargados de transmitir a la población rural los avances agrícolas, ganaderos y forestales, tal y como se recogían en el Semanario de Agricultura y Artes que, de 1797 hasta 1808, sirvió de altavoz a la Ilustración española acerca de aquellos usos artesanos y domésticos. No es de extrañar, pues, que fuera un cura, don Ramón Vacas, de inspiración afrancesada, quien aquel invierno de 1805 transmitió a los munícipes la necesidad de plantar árboles para reparar la pérdida de otros. “Vistamos de nuevos álamos nuestros valles, fuentes y paseos, para que nuestros nietos reposen a su sombra y nos bendigan, y miremos en adelante con ceño y con horror la pérfida mano que intentase aplicar la sierra a sus troncos”.
Y fue así que el párroco convocó al vecindario y sus escolares, y aquel martes de carnestolendas, un 26 de febrero de 1805, quedó constituida la fiesta con la plantación, entre otros muchos, del que llamaron árbol de la libertad. Desde entonces, año tras año, apenas interrumpida esta práctica por un par de guerras, los parajes de este pueblo ubicado en la Sierra de Gata, una comarca que en los últimos tiempos ha sufrido incendios devastadores, se han ido repoblando con castaños, plátanos, loros, sauces.
Uno de los árboles plantados fue denominado como "Árbol de la Libertad", lo que lleva a diversos historiadores a sostener la conexión entre este acto y la fiesta francesa e ilustrada del Árbol de la Libertad.
Los inicios de esta fiesta se remontan al 26 de febrero de 1805, Martes de Carnaval, cuando se realizó en esta localidad cacereña una plantación de álamos en las zonas del Ejido y Fuente de la Mora, a la que fueron convocados párrocos y alcaldes.
Ayer la azada abrió la tierra para dar asiento a un espigado laurel y sonaron flautas y tamboriles con más pompa que antaño, porque esta fiesta ha sido declarada bien de interés cultural. El director del semanario, Francisco Antonio Zea, ya presentía a principios del siglo XIX la importancia de aquel plantío o así lo quería creer: “Me parece que tendrá algún día su lugar en la historia”.
En efecto, los Villanivenses han defendido con orgullo el registro más antiguo que se conoce de una fiesta del árbol. Así se lo hicieron ver en 1977 a una localidad de Nebraska que desde 1872 se sumó a una iniciativa semejante. 10 años más tarde los imitaron en Cincinnati y la FAO, en 1954, declaró la utilidad de inculcar en la población la silvicultura. A finales del XIX, Madrid tuvo su fiesta del árbol patrocinada por la reina, después fue Barcelona y otras fechas fueron poniendo hitos en el calendario para el auspicio de estos plantíos. En 1915, un decreto del rey Alfonso XIII declaró obligatoria la celebración anual de una fiesta del árbol. Muchos ancianos recuerdan aún cómo les sacaban de las escuelas en un día festivo para ir a plantar árboles. Empezaba ya la preocupación por el medio ambiente, una conciencia conservacionista de la que Villanueva se declara hoy, con orgullo, localidad pionera.
Arropados por las autoridades provinciales y regionales, el pueblo organizó ayer una recreación de aquellos días, hace 213 años. Las vecinas cosieron ropas de época y cocinaron una caldereta de cabrito para todo el pueblo, un trabajo que las ha tenido ocupadas durante días y que han hecho de forma desinteresada. Recibieron la gratitud del alcalde, Felipe Saúl Calvo (PSOE), que ayer lucía traje rojo de levita y calzones, medias y sombrero de tres picos. Un buen sol de invierno dio cobijo a las actividades al aire libre, entre ellas un teatrillo en tres actos que representó aquella tormenta que calcinó la arboleda, la iniciativa del cura y el asentimiento de los munícipes. Todos recordaron aquellas notas que dejó Francisco Antonio Zea en el semanario: “La desolación de los árboles cambia enteramente la faz del más delicioso país”.
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