El ‘Aquarius’ de Max Aub
Leyendo las noticias sobre los 629 inmigrantes que se hacinaban a bordo del barco, me acordé de la obra 'San Juan', que el autor escribió en 1940
Leyendo las primeras noticias sobre los 629 inmigrantes que se hacinaban a bordo del barco Aquarius a la espera de encontrar una tierra de acogida tras las negativas de Italia y Malta, me acordé de la obra de Max Aub San Juan, que él pensó en 1940,
en las mismas o peores condiciones que padece esta pobre gente:
encerrado en la bodega de un barco ruinoso que lo conducía a un campo de
trabajo en Argelia. Aub pudo escribir su obra ya en 1943, gozando de la
acogida que le concedió México, como a tantos exiliados españoles.
Estremece pensar que Max Aub
nos cuenta la historia de un muy similar número de pasajeros, 623,
judíos huidos en el 38 de una Europa que se va rindiendo ante el avance
de Hitler. Hay entre ellos rivalidades que son las de la vida real de la
que han sido desterrados: el judío banquero que no concibe verse unido
al mismo fatal destino que aquellos con los que solo comparte religión;
el grupo de jóvenes revolucionarios que desean fugarse para luchar en
España, o esa pobre gente que siempre lleva las de perder por no tener
el consuelo de la fe o de la ideología. Todos unidos en virtud del
rechazo, anclados en el momento en el que los encontramos en las costas
de un puerto de Asia Menor, esperando noticias de las autoridades
americanas o británicas, enredados en discusiones sobre la identidad
ineludible a la que los han abocado los nazis.
Tuve la suerte de ver esta función en 1998, dirigida por Pérez de la Fuente, y ahora la repaso en una preciosa edición del teatro completo del escritor que me regaló Elena, su hija, tantos años atrás como hace que vi la obra. Sería este el momento idóneo para representarla. Interesante observar cómo aquellos que ponen en duda la decisión de acoger a los inmigrantes del Aquarius se verían enfrentados a sus contradicciones. Es distinto, dirían. ¿Por qué? Tal vez porque es muy fácil sentirse solidario a toro pasado, indignarse hoy por la deriva trágica de estos 623 judíos del San Juan que representan a todos aquellos millones que el fascismo y el nazismo se llevaron por delante. Esa identificación indolora viene del hecho de que se parecen a nosotros, su sufrimiento ya está codificado por los libros de historia, su cultura ha alimentado la nuestra y somos capaces de entenderlos y de sentirnos mejores en nuestra comprensión hacia su tragedia. Pero ¿qué ocurre cuando los que llaman a nuestros puertos con el deseo de labrarse un futuro son negros y más pobres que las ratas que habitan los recovecos de esa embarcación en la que resisten apiñados? Ocurre que algunas personas experimentan un rechazo alimentado por sentimientos que combinan racismo y desprecio a la pobreza. Es entonces cuando brotan discursos en los que se advierte a la población de que nuestro bienestar puede verse amenazado y nuestra clase baja desposeída de sus precarios derechos por obra de un gobierno que se los cede a extraños que no habiendo nacido aquí deberían colocarse los últimos de la fila. ¿De verdad pensamos que en un país de casi 47 millones de habitantes saldremos una mañana a la calle y nos encontraremos a alguna de esas 629 personas? ¿Cuánto hay que engañar a la población para que lo crea?
Max Aub, hijo de madre judía, se veía como uno de esos pobres desesperados del San Juan, pero no en virtud de su herencia genética; él deseaba que esta obra fuera entendida como el drama de cualquier ser humano expulsado por la razón que fuera de su tierra. Así lo explicó su amigo, el escritor también exiliado en México Díez-Canedo: “Es la tragedia de todos, en que cada cual, sea cual fuere su religión y su raza, puede reconocerse en nuestros días. San Juan es la imagen de nuestro mundo a la deriva, condenado sin apelación y abatido sin esperanza”. Pero esta operación de acogida de un puerto tan paradigmático como el de Valencia, por haber partido de sus aguas tantos exiliados republicanos, se llama así, Esperanza.
Esa palabra debiera llenarse de sentido, no limitarse a un gesto bienintencionado e insuficiente. Acoger es también ayudar, proteger, hacerse responsable de esas personas una vez que hayan pisado esta tierra que no es solo nuestra. No morirá la civilización occidental por ese desembarco. A pesar de los discursos amenazantes que se leen y se escuchan, serán ellos los que se verán diluidos en nuestro mundo. Si somos lo suficientemente generosos, si les dejamos vivir entre nosotros, tal vez uno de esos niños escriba en el futuro la historia de un éxodo que acabó en un destino mejor. Lo pienso cuando leo las palabras con las que Max Aub iniciaba su San Juan:
“Si México, para mal de la dignidad humana, hubiese sido cualquier otro país, nunca hubiese podido escribir esta obra que vi, clara, maniatado en la bodega de un barco francés peor que este San Juan de mi tragedia; a ustedes, que son hoy el teatro mexicano la dedico en prenda de agradecimiento, amistad y esperanza”.
En el Aquarius y los dos buques italianos que navegan rumbo a Valencia con 629 migrantes a bordo viajan 123 niños y niñas solos. Ese grupo preocupa especialmente al Gobierno por ser un colectivo vulnerable que puede haber sido víctima de abusos, tráfico de personas y trata en sus países de origen. Su tratamiento es diferente al que se aplica a los adultos migrantes. Entrarán en un sistema de protección frecuentemente criticado por organizaciones sociales, que denuncian la precariedad de los menores y las trabas para formarse y regularizar su situación al cumplir 18 años.
El primer paso tras el desembarco de los niños del Aquarius será identificar quiénes son esos menores y si efectivamente vienen solos. La prioridad es acogerlos y solo repatriarlos cuando se concluya que lo mejor para ellos es devolverlos a su país junto a su familia o llevarlos hasta un tercero. La Ley de Extranjería prohíbe su detención. “Es vital que se cuente con personal especializado para su atención. Tenemos la oportunidad de hacer una acogida con un verdadero enfoque de infancia”, mantiene la responsable de incidencia política de Unicef, Cristina Junquera.
La Consellería de Igualdad y Políticas Inclusivas de la Comunidad Valenciana distribuirá a los menores en los seis centros de recepción de la red autonómica. Allí se prepara la documentación y se elabora un informe, en un plazo de hasta 45 días, para derivarlos al lugar más adecuado, sobre todo si tienen necesidades especiales. En Alicante se alojará a los mayores de 12 años: un grupo de 61 niños y niñas que tiene entre 16 y 17 años y otro de 28 menores de entre 13 y 15 años.
La capacidad de la red de recepción es de 130 plazas, según datos de la Consellería. Las limitaciones del sistema fueron motivo de denuncia del Síndic de Greuges, el Defensor del Pueblo de la Comunidad Valenciana. Su último informe destaca la sobreocupación de estos centros, que se convierten en un cuello de botella para acceder al sistema de protección. En una segunda etapa se estudiará el reparto de los pequeños en centros de acogida valencianos y de otras comunidades que se han ofrecido a ayudar, un paso previo a la búsqueda de una posible familia de acogida.
El desembarco de los menores va a obligar a coordinarse al Instituto de Medicina Legal de Alicante, la Fiscalía de Menores, la policía y los juzgados. Uno de los trámites que conlleva la identificación de los recién llegados, que la mayoría de las veces se encuentran sin documentos, son pruebas médicas, ordenadas por un fiscal, para determinar su edad. Para las organizaciones humanitarias, esta práctica debería ser una excepción, pero acaba siendo parte del proceso cuando hay dudas al respecto. Existen diferentes pruebas médicas que ayudan a calcular la edad de una persona y que se cuestionan por su amplio margen de equivocación -un error, en estos casos, deja fuera del sistema de protección a menores desamparados-. Una de ellas es comprobar los signos de madurez sexual, la maduración ósea a partir de un examen de muñeca, la longitud de la clavícula y una prueba dentaria.
Con el aumento de las llegadas, ha crecido también el número de menores extranjeros tutelados por las comunidades autónomas, revela el informe. En 2017 había 6.414 niños y niñas migrantes bajo la guardia de la administración, un aumento del 60,4% respecto al año anterior. La mayoría de ellos son marroquíes (64%), seguidos por los argelinos (9,6%). En la Comunidad Valenciana, la sexta en porcentaje de menores tutelados, ese aumento ha sido del 174% (de 108 niños en 2014, a 296 en 2017). A pesar de su perfil vulnerable, solo 100 niños han pedido asilo en los últimos cinco años, según datos del Ministerio del Interior, una cifra que evidencia la falta de acceso a la protección internacional de los más pequeños. Dos de cada tres de esas peticiones fueron rechazadas.
Otro de los problemas que enfrenta el sistema de protección español, que también denunció Save the Children, son las fugas de los menores, que acaban viviendo en la calle, sin papeles y en total desamparo. En 2016 abandonaron voluntariamente los servicios de protección un total de 825 menores, de los que se ignora su paradero actual.
Tuve la suerte de ver esta función en 1998, dirigida por Pérez de la Fuente, y ahora la repaso en una preciosa edición del teatro completo del escritor que me regaló Elena, su hija, tantos años atrás como hace que vi la obra. Sería este el momento idóneo para representarla. Interesante observar cómo aquellos que ponen en duda la decisión de acoger a los inmigrantes del Aquarius se verían enfrentados a sus contradicciones. Es distinto, dirían. ¿Por qué? Tal vez porque es muy fácil sentirse solidario a toro pasado, indignarse hoy por la deriva trágica de estos 623 judíos del San Juan que representan a todos aquellos millones que el fascismo y el nazismo se llevaron por delante. Esa identificación indolora viene del hecho de que se parecen a nosotros, su sufrimiento ya está codificado por los libros de historia, su cultura ha alimentado la nuestra y somos capaces de entenderlos y de sentirnos mejores en nuestra comprensión hacia su tragedia. Pero ¿qué ocurre cuando los que llaman a nuestros puertos con el deseo de labrarse un futuro son negros y más pobres que las ratas que habitan los recovecos de esa embarcación en la que resisten apiñados? Ocurre que algunas personas experimentan un rechazo alimentado por sentimientos que combinan racismo y desprecio a la pobreza. Es entonces cuando brotan discursos en los que se advierte a la población de que nuestro bienestar puede verse amenazado y nuestra clase baja desposeída de sus precarios derechos por obra de un gobierno que se los cede a extraños que no habiendo nacido aquí deberían colocarse los últimos de la fila. ¿De verdad pensamos que en un país de casi 47 millones de habitantes saldremos una mañana a la calle y nos encontraremos a alguna de esas 629 personas? ¿Cuánto hay que engañar a la población para que lo crea?
Max Aub, hijo de madre judía, se veía como uno de esos pobres desesperados del San Juan, pero no en virtud de su herencia genética; él deseaba que esta obra fuera entendida como el drama de cualquier ser humano expulsado por la razón que fuera de su tierra. Así lo explicó su amigo, el escritor también exiliado en México Díez-Canedo: “Es la tragedia de todos, en que cada cual, sea cual fuere su religión y su raza, puede reconocerse en nuestros días. San Juan es la imagen de nuestro mundo a la deriva, condenado sin apelación y abatido sin esperanza”. Pero esta operación de acogida de un puerto tan paradigmático como el de Valencia, por haber partido de sus aguas tantos exiliados republicanos, se llama así, Esperanza.
Esa palabra debiera llenarse de sentido, no limitarse a un gesto bienintencionado e insuficiente. Acoger es también ayudar, proteger, hacerse responsable de esas personas una vez que hayan pisado esta tierra que no es solo nuestra. No morirá la civilización occidental por ese desembarco. A pesar de los discursos amenazantes que se leen y se escuchan, serán ellos los que se verán diluidos en nuestro mundo. Si somos lo suficientemente generosos, si les dejamos vivir entre nosotros, tal vez uno de esos niños escriba en el futuro la historia de un éxodo que acabó en un destino mejor. Lo pienso cuando leo las palabras con las que Max Aub iniciaba su San Juan:
“Si México, para mal de la dignidad humana, hubiese sido cualquier otro país, nunca hubiese podido escribir esta obra que vi, clara, maniatado en la bodega de un barco francés peor que este San Juan de mi tragedia; a ustedes, que son hoy el teatro mexicano la dedico en prenda de agradecimiento, amistad y esperanza”.
El desafío de los 123 menores solos del ‘Aquarius’
Más de un centenar de niños y niñas sin familia desembarcarán el domingo en Valencia Entrarán en un sistema de acogida criticado con frecuencia por organizaciones humanitarias
En el Aquarius y los dos buques italianos que navegan rumbo a Valencia con 629 migrantes a bordo viajan 123 niños y niñas solos. Ese grupo preocupa especialmente al Gobierno por ser un colectivo vulnerable que puede haber sido víctima de abusos, tráfico de personas y trata en sus países de origen. Su tratamiento es diferente al que se aplica a los adultos migrantes. Entrarán en un sistema de protección frecuentemente criticado por organizaciones sociales, que denuncian la precariedad de los menores y las trabas para formarse y regularizar su situación al cumplir 18 años.
El primer paso tras el desembarco de los niños del Aquarius será identificar quiénes son esos menores y si efectivamente vienen solos. La prioridad es acogerlos y solo repatriarlos cuando se concluya que lo mejor para ellos es devolverlos a su país junto a su familia o llevarlos hasta un tercero. La Ley de Extranjería prohíbe su detención. “Es vital que se cuente con personal especializado para su atención. Tenemos la oportunidad de hacer una acogida con un verdadero enfoque de infancia”, mantiene la responsable de incidencia política de Unicef, Cristina Junquera.
La Consellería de Igualdad y Políticas Inclusivas de la Comunidad Valenciana distribuirá a los menores en los seis centros de recepción de la red autonómica. Allí se prepara la documentación y se elabora un informe, en un plazo de hasta 45 días, para derivarlos al lugar más adecuado, sobre todo si tienen necesidades especiales. En Alicante se alojará a los mayores de 12 años: un grupo de 61 niños y niñas que tiene entre 16 y 17 años y otro de 28 menores de entre 13 y 15 años.
La capacidad de la red de recepción es de 130 plazas, según datos de la Consellería. Las limitaciones del sistema fueron motivo de denuncia del Síndic de Greuges, el Defensor del Pueblo de la Comunidad Valenciana. Su último informe destaca la sobreocupación de estos centros, que se convierten en un cuello de botella para acceder al sistema de protección. En una segunda etapa se estudiará el reparto de los pequeños en centros de acogida valencianos y de otras comunidades que se han ofrecido a ayudar, un paso previo a la búsqueda de una posible familia de acogida.
El desembarco de los menores va a obligar a coordinarse al Instituto de Medicina Legal de Alicante, la Fiscalía de Menores, la policía y los juzgados. Uno de los trámites que conlleva la identificación de los recién llegados, que la mayoría de las veces se encuentran sin documentos, son pruebas médicas, ordenadas por un fiscal, para determinar su edad. Para las organizaciones humanitarias, esta práctica debería ser una excepción, pero acaba siendo parte del proceso cuando hay dudas al respecto. Existen diferentes pruebas médicas que ayudan a calcular la edad de una persona y que se cuestionan por su amplio margen de equivocación -un error, en estos casos, deja fuera del sistema de protección a menores desamparados-. Una de ellas es comprobar los signos de madurez sexual, la maduración ósea a partir de un examen de muñeca, la longitud de la clavícula y una prueba dentaria.
Un 60% más de menores solos
La llegada y acogida de menores extranjeros solos a España es motivo constante de preocupación de las organizaciones dedicadas a la protección de la infancia. El 14% de las 28.349 personas que llegaron a España de forma irregular en 2017 son niños y niñas -aunque no se puede determinar cuántos vinieron solos-, según el último informe de Save the Children. Solo en patera, durante 2017 llegaron a España 2.177 menores no acompañados, casi cuatro veces más que en el año anterior. La organización mantiene que “España sigue sin estar preparada para acoger a los niños y niñas que llegan solos y les condena a la invisibilidad y la exclusión”.Con el aumento de las llegadas, ha crecido también el número de menores extranjeros tutelados por las comunidades autónomas, revela el informe. En 2017 había 6.414 niños y niñas migrantes bajo la guardia de la administración, un aumento del 60,4% respecto al año anterior. La mayoría de ellos son marroquíes (64%), seguidos por los argelinos (9,6%). En la Comunidad Valenciana, la sexta en porcentaje de menores tutelados, ese aumento ha sido del 174% (de 108 niños en 2014, a 296 en 2017). A pesar de su perfil vulnerable, solo 100 niños han pedido asilo en los últimos cinco años, según datos del Ministerio del Interior, una cifra que evidencia la falta de acceso a la protección internacional de los más pequeños. Dos de cada tres de esas peticiones fueron rechazadas.
Otro de los problemas que enfrenta el sistema de protección español, que también denunció Save the Children, son las fugas de los menores, que acaban viviendo en la calle, sin papeles y en total desamparo. En 2016 abandonaron voluntariamente los servicios de protección un total de 825 menores, de los que se ignora su paradero actual.
No hay comentarios: