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La Graciosa, donde se escuchan los colores

En la isla canaria brotan los volcanes Las Agujas o Montaña Bermeja, asoman los islotes de Montaña Clara o Alegranza y se descubre la reserva marina integral Roque del Este

La playa de La Francesa, en la isla canaria de La Graciosa. 


Las calles de arena sorprenden al llegar a Caleta de Sebo. Color arena, el primer color que habla al visitante en La Graciosa cuando el barco llega al puerto. La arena es el suelo de las vías y se acuesta sobre puertas y aceras. Los pasos se calman, la velocidad se apacigua, aquí no tiene sentido la impaciencia. Es el preludio del latido de la isla y los admiradores del silencio hallan aquí su destino.
Al norte de Lanzarote, La Graciosa es una isla que orilla el extremo más oriental de Canarias. Es el corazón del archipiélago Chinijo. La Graciosa parece surgir de los sueños, de los dominios de la serenidad, y posee al viajero como un hechizo en cuanto siente la arena. En sus 27 kilómetros cuadrados, extiende una hoguera de colores surgidos del fuego. Estrías y capas de rojos, amarillos, ocres, todos se superponen. En sus llanuras doradas brotan los volcanes de Las Agujas, El Mojón, Montaña Amarilla y Montaña Bermeja con una mirada alzada a 200 metros de altura. Asoman en el agua los islotes de Montaña Clara, Alegranza, Roque del Este y Roque del Oeste, otros cataclismos volcánicos que vigilan los horizontes.


El mar es el otro protagonista, una paleta de azules y verdes en tal cantidad que no se hallan nombres suficientes para distinguirlos. Los niños pueden descubrir el rojo de los cangrejos, los brillos de los cabozos, de los pejeverdes en los charcos de la orilla, y correr tras alguna gaviota patiamarilla. Roque del Este es reserva marina integral, donde está prohibido cualquier tipo de pesca o extracción de especies vivas en una milla alrededor del islote. El submarinismo permite viajar a un mundo paralelo donde viven el azul, el ultramarino, el cian, el añil, donde pueden admirarse abades y medregales, gorgonias rojas, amarillas y blancas, salmonetes y pejeperros. Un inmenso acuario natural, delicado de preservar.
No es el único edén que acoge el archipiélago Chinijo. Declarada zona especial de protección para las aves, revolotean unas 10.000 parejas de pardelas. Y no están solas, surgen gaviotas, petreles de Bulwer y paíños. Aves que se columpian en sus brisas y que nos miran indiferentes. En la arena trazan sus huellas los bisbitas camineros, currucas tomilleras o correlimos zarapitines. La presencia de algunas parejas de guinchos, águilas pescadoras en peligro de extinción, es un prodigio.
La Graciosa, donde se escuchan los colores 
 
 
El sol es el pintor de la isla, en su camino se tiñen rosas, dorados, blancos y violetas, en cada instante, a paso de reloj sin hora, sin fecha. El sol regresa para ser un escultor de sombras y luces. Se anhela atraparla, poseerla, dibujar, fotografiar, grabar, escribir, escuchar, porciones de admiración que se atesoran.
La isla tiene otros colores que se saborean: las delicias del blanco sal, el dorado del gofio tostado, verde mojo, rojo mojo, color caldo de pescado, color de sanchocho, naranja batata, rosa pulpo, plata del frescor del mar, del abade, del sargo, cherne, vieja, sama, gallo, mero, atún. Solo hay que acudir a los restaurantes y bares.

El origen del nombre de La Graciosa se diluye en la historia, y las pocas referencias se remontan al siglo XIV, donde surge el título de “Gresa”. Una, la crónica de Enrique III, dice: “En esta año (…) la isla de Lançarote junto con otra isla que dicen La Graciosa…”. Personajes históricos surcaron sus aguas, como el padre Feuillée y su ayudante a bordo del Neptune en 1724. Esta isla fue la primera tierra que avistaron cuando llegaron a Canarias, antes de medir el Teide por primera vez y situar el meridiano cero en El Hierro. Otras personalidades también se dejaron hechizar por sus tonos, el marino inglés George Glas lo hizo a finales del XVIII, y después, en 1799, los célebres naturalistas Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland, donde hicieron hallazgos geológicos que transcribió Humboldt en su obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo.

Pero la isla no fue poblada de forma permanente hasta finales del siglo XIX por pescadores procedentes de Lanzarote. Más de 700 habitantes tiene Caleta de Sebo, donde se agrupan casas vestidas de blanco al borde de un mar acristalado de añil y turquesa. Las ventanas verdes o azules miran a los acantilados del Risco de Famara, en Lanzarote, que se alzan desde la otra orilla de El Río. Este brazo marino separa ambas islas por un kilómetro líquido, ansiado refugio de navegantes y piratas en otros tiempos, como relatan manuscritos y anclas sumergidas durante siglos.

Caleta de Sebo, en La Graciosa. Al fondo, el volcán Las Agujas.

No hay asfalto. Una red de senderos permite a los caminantes y ciclistas recorrer sus confines. No debemos desviarnos de su trazado para evitar erosionar el terreno. Se pueden alquilar bicicletas en Caleta de Sebo o contratar el traslado en todoterreno con conductores autorizados.
Los residuos en esta isla tienen un coste muy elevado y su solución es compleja. Cualquier deterioro que se ocasione en La Graciosa tiene un gran impacto en este parque natural (desde 1984), reserva de la biosfera (1992) y reserva marina (1995). Por ello, los residuos que generemos deben regresar con nosotros cuando abandonemos sus playas. Los turistas que recalan aquí están dispuestos a caminar descalzos, a sentir el olor a mar, a bañarse en un mar transparente hasta recordar cómo se cuentan las estrellas. En la arena se sueña sin querer y el despertar nace bajo las miradas de las gaviotas que se han posado alrededor. Es un paraje de silencios. Silencios que se oyen llenos de alisios, de voces de aves, de borboteos de agua, de colores que se escuchan.

La Graciosa, isla sin asfalto

 

 Es la octava del archipiélago canario, paraíso para las bicis al que se llega desde Lanzarote

La playa de las Conchas, una de las más espectaculares de la isla canaria de La Graciosa. 

Hace tres años, en un mitin que dio en Las Palmas, Rajoy dijo que las Canarias son siete islas, y el público le interrumpió para explicarle que hay otra más, que no es la isla fantasma de San Borondón, sino una en la que viven 650 personas.
La Graciosa, que así se llama la octava isla, se halla en el extremo nororiental del archipiélago, separada de la punta más norteña de Lanzarote por un estrecho de poco más de un kilómetro al que dicen El Río. Su único acceso es en barco desde el puerto lanzaroteño de Órzola, siempre que lo permiten las olas de hasta cuatro metros de altura. Bueno, también se puede ir nadando. Pero no es muy práctico y tampoco resulta sencillo. Todos los años se celebra una travesía a nado entre las dos islas, y alguna vez ha sucedido que de los 600 participantes, 400 han sido arrastrados al mar por la fuerte corriente de El Río, teniendo que ser rescatados por los organizadores de la actividad.


Iglesia en Caleta del Sebo (La Graciosa).Dos poblaciones hay en La Graciosa, las dos arrimadas a la costa meridional, mirando con amor, como la cría mira a la madre, hacia la vecina isla de Lanzarote. Una es Pedro Barba, que, al decir de los más viejos gracioseros, fue el primer asentamiento de la isla, surgido al calor de una fábrica de salazón de pescado que funcionó hasta mediados del siglo XIX, y ahora es un bonito pueblo sin vida al que vienen a pasar el verano “médicos de Tenerife y otros ricos de afuera”, según nos cuentan. La otra es Caleta del Sebo, donde se fueron mudando los primeros habitantes y hoy están el puerto y la gente que vive en la isla de continuo, muchos de ellos viejos pescadores que aún se tocan con los típicos sombreros gracioseros y se sientan en la orilla al atardecer, delante de sus casitas blancas, a limpiar las capturas del día y a evocar de buena gana para el forastero los tiempos no muy lejanos en que vivían sin electricidad (antes de 1985) y sin agua corriente (1990). Todavía hay quien recuerda los tiempos en los que en la isla solo se bebía de las aguadas (aljibes donde se recogía la poca lluvia) o del agua que se iba a buscar en barco a un manantial que brota al pie del Risco de Famara, el acantilado de casi 500 metros que se alza imponente en la otra orilla de El Río, la de Lanzarote.

Taxis todoterreno

Lo que sigue sin haber en La Graciosa, y no precisamente por falta de recursos, sino por exceso de conciencia medioambiental, son carreteras asfaltadas. Como no hay asfalto, tampoco hay coches, salvo media docena de taxis todoterreno que llevan de acá para allá a los turistas con más recursos. La opción más lógica y ecológica, por la que opta casi todo el mundo al llegar, es alquilar una bici de montaña. Es la isla de las bicicletas.

El capitán Óscar Hernández, en uno de los barcos de Líneas Marítimas Romero que cubre el trayecto entre Órzola (Lanzarote) y la Caleta del Sebo (La Graciosa).Un buen lugar para ir pedaleando es la playa de las Conchas, que está en el norte, a cinco kilómetros largos de Caleta del Sebo, y es la más bella de la isla y una de las más bonitas de España: 600 metros de arenas doradas, bañadas por un mar de vibrante color turquesa y enmarcadas por el volcán Montaña Bermeja y el islote Montaña Clara, ambos rojos como ascuas. Desde allí se puede volver dando un rodeo por la playa de la Lambra (que no es de arena, como parece, sino de minúsculas conchas) y por las soledades de Pedro Barba. En total son 15 kilómetros de recorrido, lo cual no es mucho, siempre que se lleve agua en abundancia, algo de comer y la adecuada protección solar, porque fuera de Caleta no hay nada, ni un árbol, ni una fuente y no digamos ya un chiringuito.
Otro día se puede ir pedaleando a la punta contraria, la del Pobre (7,4 kilómetros desde Caleta del Sebo), para admirar las fantasías que Vulcano, Eolo y Neptuno han esculpido en las rubias calizas del volcán Montaña Amarilla: toboganes, olas, espigones, bañeras de gigantes… En España no hay nada semejante, salvo, quizá, algunas calas rocosas del almeriense cabo de Gata, que son un capricho de los mismos dioses.

Guía

La Graciosa, isla sin asfalto

Cómo llegar

» Dos navieras, Líneas Marítimas Romero (www.lineasromero.com) y Biosfera Express (www.biosferaexpress.com), hacen la travesía de Órzola (Lanzarote) a Caleta del Sebo (La Graciosa). Sale un barco aproximadamente cada media hora desde el amanecer hasta la puesta del sol. El trayecto dura 20 minutos. Desde el aeropuerto de Lanzarote a Órzola se puede ir en taxi o en autobús.

Información

» Turismo de La Graciosa (928 59 25 42; www.turismoteguise.com).
En cambio, a las playas que se extienden al suroeste de Caleta del Sebo (la del Salado, la de la Francesa…) no se debe ir en bici, porque la pista es sumamente arenosa y las ruedas se hunden en ella cada dos pedaladas. El obligado paseo a pie, por la pista o por la misma orilla, es una buena ocasión para apreciar la riqueza de estos cielos (pardelas cenicientas, paíños pechialbos, cernícalos, halcones de Eleonor, águilas pescadoras…) que junto con la de los fondos submarinos (la mayor biodiversidad de las Canarias) han hecho a La Graciosa merecedora de ocho figuras de protección, desde parque natural hasta reserva de la biosfera. Al final, tras una hora de camino, se descubre la playa de la Cocina, la segunda más bella de la isla, también de aguas verdeazuladas, pero más pequeña (360 metros) y recogida, resguardada del viento y el oleaje bajo las faldas color mostaza de Montaña Amarilla.
Si uno se aburre de comer pescado fresco, de pedalear entre volcanes rojos y amarillos y de ver playas espectaculares y crepúsculos del primer día del mundo, que todo puede ocurrir, en el puerto ofrecen salidas de buceo y excursiones en barco alrededor de La Graciosa y a las islas menores que forman con ella el llamado archipiélago Chinijo (pequeño, en la jerga local): Montaña Clara, Alegranza, el Roque del Este y el del Oeste. Si uno se sigue aburriendo es que no está hecho para el paraíso, como no está hecho el asfalto para La Graciosa.

 

Graciosa y San Jorge, las Azores secretas

 

El turismo de aventura y naturaleza descubre dos islas poco conocidas. Aquí compra algas el chef gaditano Ángel León

Cráter volcánico en la isla de San Jorge, en las Azores.   

Aunque pertenecen al llamado grupo central de las Azores, son islas poco frecuentadas por los turistas. Hasta ahora, porque las conexiones van mejorando. A Graciosa la llaman “la isla blanca”, no se sabe muy bien si por la leche y el queso, o por la piedra volcánica que tiene allí ese raro color. San Jorge, la más grande y alargada como una pescadilla, es también la más despoblada y salvaje del archipiélago. Ambas se abren paulatinamente a un turismo de aventura y naturaleza.


Graciosa es muy chica, unos 12 kilómetros de largo, y solo cuenta con cuatro municipios, aunque son muchas las feligresías o aldeas. Tiene mucha historia. Los primeros colonos trajeron unos curiosos molinos con un tejado en forma de caperuza roja, afición al vino, que cuidan en pequeños corrais (corrales) de piedra, y la manía de cazar cachalotes; por aquí faenaron balleneros citados en Moby Dick, y todavía es posible pegar hebra con algún viejo cazador jubilado.
Graciosa y San Jorge, las Azores secretas 
 
A Graciosa se llega por barco o en avión. Allí aparecen los primeros molinos (reconvertidos en alojamiento rural) y una arquitectura popular tosca y admirable a la vez. El puerto, aunque parece pequeño, es importante. Preparan y exportan congrio seco, al estilo del bacalao, y sobre todo, últimamente, algas. Es extraordinaria la demanda, tanto por la industria alimentaria como para la cosmética y otros usos (gelatinas, gomas). El “cocinero del mar”, el chef gaditano Ángel León (dos estrellas Michelin), es uno de los muchos que se abastecen aquí.
A un par de leguas hacia el sur, la Ponta da Restinga, con el islote de Baixo enfrente, es uno de los muchos y espléndidos miradores de Graciosa. Amparado bajo sus acantilados está el Lugar do Carapacho, donde se están renovando unas termas que vivieron días de gloria a principios del siglo XX. Las vistas que tienen los vecinos campistas, por nada de dinero, no las podrían ofrecer los más lujosos hoteles. También la comida casera del bar Dolphin, a base de pescado fresco, es algo fuera de concurso.
Muy cerca está la joya de la isla, la Caldeira y Furna do Enxofre. Es el vientre de un antiguo volcán, hundido en medio de la floresta, con un lago sulfúreo subterráneo. El centro de visitantes es una caja de cristal, respetuosa y rica de explicaciones, unida por una pasarela de madera a la boca de la caldera. A esta se desciende por una escalera de piedra de 183 peldaños. Eso ahora, porque Alberto de Mónaco (no el actual, su bisabuelo) tuvo que bajar por una escala de cuerdas; era un intrépido. El flanco sur de la isla está acorazado por acantilados de vértigo. Porto Afônso y más adelante Ponta da Barca, con un faro impresionante, ofrecen imágenes retorcidas y negruzcas que parecen de otro planeta.

Señales de humo

Santa Cruz es la capital. Se abarca de un vistazo desde el monte de Nuestra Señora da Ajuda, que era el punto vigía para avistar ballenas y hacer señales a los barcos (con humo o con trapos, a falta de móviles). En Santa Cruz hay molinos con caperuza, casas de piedra oscura de los siglos XVIII y XIX, y varias iglesias y “misericordias” (casas de caridad). Y también un museo recién renovado, que cuenta el idilio de esta isla con América. La primera oleada de emigrantes fue a Brasil, en el siglo XIX, luego siguieron otras a América del Norte, cuando algún volcán se había pasado de la raya.
A la isla de San Jorge hay que llegar en barco (o en helicóptero o avioneta). Pese a ser la más grande de las Azores, es la más salvaje y despoblada, con apenas 10.000 residentes. Los bordes de toda la isla son acantilados a pico, de los cuales se desprendieron, en tiempos remotos, planchas enormes de roca que llaman fajas, que pueden incluso albergar una laguna interior, y cuya plataforma es solar de algunas aldeas. No hay pueblos en el interior, montañoso y abrupto, convertido en una ristra de reservas forestales y pistas que atraen a senderistas avisados de todo el planeta. Desde esta isla se divisa a la vecina Pico y su volcán empenachado de nubes, a unos 15 kilómetros, separadas ambas islas por el traicionero canal de San Jorge.

 Solo hay dos poblaciones de cierto empaque, Calheta y Velas. A Calheta arriban muchos de los barcos y allí se organizan excursiones marinas para pescar o hacer submarinismo y otros deportes. El bar del puerto es como un salón de estar. Camino de Velas, en Urzelina, un seísmo se tragó la iglesia y perdonó solo a la torre. Velas luce como toda una capital. Varias iglesias, varios “imperios” (capillas del Espíritu Santo, para una curiosa tradición de los barrios ajena al clero), calles empedradas, casas nobles, terrazas… Sosiego y buenos precios. Es obligada una excursión a la cara norte de la isla, sobre todo al mirador de Norte Pequeno. Desde allí se ciernen en hilera las fajas dos Cubres, do Belo o da Caldeira do Santo Cristo, con sus lagunas, envueltas en espuma y nubes, como monstruos marinos resoplando en la lejanía.

 

 

 

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